Domingo en el Parque de la Cornisa
Sentados en la hierba,
contra la cúpula de una iglesia torcida,
los jóvenes contemplan las nubes de cemento,
una muchacha de negro sale a bailar junto al grupo de rock,
un niño de jersey de pico intenta saltar el muro
donde le esperan las flores amarillas de abril.
Un chorro de sol se derrama
sobre los gorros multicolores de dos jamaicanos
que siguen el ritmo de funky con la cabeza.
El joven arquitecto deja de dibujar
y me pasa el litro de cerveza
igual que hacía mi amigo Ismael cuando éramos heavies,
cuando Tierno Galván predicaba los excesos juveniles.
Él llevaba botines negros y una chupa de cuero
yo vaqueros celestes y una guitarra eléctrica ardiendo en la camiseta.
Salíamos de aquel colegio de tapias blancas de cárcel
–una pared del patio eran los muros de la Iglesia
Beata María Ana de Jesús–
y nos íbamos a pasar la tarde en el Parque de la Arganzuela
con nuestras bolsas de patatas fritas y los litros de Mahou
sentados en el césped mientras las gotas de la fuente rasgaban nuestras caras.
¡Éramos tan libres, tan amargos
bebiendo aquel oro pobre!
Recuerdo las fotos que nos hicimos antes de ir a concierto de los Maiden,
aquellas noches pisando sombras de farolas
al volver del Canciller,
aquellas canciones heridas
de Barón y Barricada:
"Vivimos en el Reino de la Incomunicación,
la gente se pudre en sus jaulas de hormigón."
Ahora, aquí, el cielo se va desdibujando.
Jóvenes de brazos tatuados soban a sus novias hippies,
las señoritas se esconden a orinar tras el árbol puntiagudo
que será derribado por una excavadora.
Mientras la botella de Mahou queda,
como ámbar eterno
alzándose libre, sin esperanzas.
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