jueves, octubre 08, 2009

En la cola del paro

Hoy fui a sellar mi demanda de empleo al INEM. Se me había pasado la fecha. Suele pasarme. La desconfianza es mutua e... irreversible. La oficina estaba repleta, más llena que otras veces. Entre el ajetreo de funcionarios y parados, una chica rubia, guardia jurado, hermosa y rolliza, con la piel rosada, trataba de animar a unos y orientar a otros. No era su función, pero cómo no sonreir ante la rara amabilidad. Un chaval de unos treinta años hablaba por el teléfono móvil con su novia. “Tenías que ver esto”, decía. “Lo más triste es que no lo sacan por la tele, que quienes tienen un empleo no pueden ver este panorama porque estan trabajando”. Deduje que era nuevo en la cola del paro. Se le veía emocionado por el espectáculo (realmente es un espectáculo) y algo asustado, puede que sólo angustiado.

Mi vecina del piso de arriba, que es de León, estaba en la puerta, fumando un pitillo. Ella no busca empleo, que yo sepa, pero su marido, que es de Zamora, se quedó en el paro hace unos meses. Trabajaba en la construcción, de ferralla, y tuvo un accidente: se rompió una pierna. Unos meses de baja y, al incorporarse al trabajo, vino la reducción de plantilla. Le pusieron en la calle. Plantó un huerto en los alrededores, cerca de un centro comercial, en unas parcelas que alquilan anualmente para sembrar... pero después supe que encontró otro empleo, en algo distinto a lo suyo. Me alegro por él y por su familia. "Yo soy un hombre que no puede estar quieto, como tu padre", me dijo una vez. Es verdad. Así los educaron y crecieron sin paro. El paro es un fenómeno reciente para los españoles, que tiene apenas tres décadas.

Mientras estaba esperando... reconocí a una antigua compañera de colegio, la llamaré X., que lleva seis meses en paro. Hacía años que no la veía. La recordaba altiva y segura de sí misma. X. tiene los ojos verdes, el pelo ensortijado en rizos, la piel blanca y moteada de pecas, de estrechas caderas, pies pequeños. Me sorprendió que me hablara. Antes nunca lo hacía. Estaba muy entera. No tiene familia a la que atender ni hipoteca que pagar, porque vive de alquiler. Además, le queda la prestación durante unos meses. Son tres buenas razones para que no te entre la desesperación, le dije. Después de sellar, la guardia jurado vino hacia mí. Como si me hubiera leído el pensamiento. Quería registrarme la mochila. Ya se ha convertido en un clásico, aunque yo, que soy fácilmente irritable ante los vigilantes, lo llevo mal. Si no me gusta molestar al prójimo es para que no me atropellen y me dejen en paz. Me sonrió amablemente y, amablemente, abrí el bolso: lo que vio no pudo ofenderle y me dejó ir. En la calle, mientras, llovía.

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