sábado, enero 23, 2010

Los conjurados

José Luis García Martín/ abc

En un asesinato hasta que no se encuentre el cadáver no es posible pasar página. Aunque se sepa o se sospeche quién es el asesino. Por eso, tantos años después, tenemos que seguir dándole vueltas a un crimen ocurrido en la Granada de 1936. Del más reciente libro sobre el asunto, Lorca, el último paseo, de Gabriel Pozo, me han llamado especialmente la atención unas palabras de Claude Couffon. Resulta que, según contó en una entrevista de 2004, cuando publicó sus primeras investigaciones sobre la muerte del poeta, Luis Rosales se enfadó mucho y dijo que le quería matar. Luego, al parecer, se hicieron amigos, pero lo importante, lo significativo, es esa primera reacción. ¿Qué delito había cometido el joven investigador francés? Había comenzado a tirar de la manta, a romper el pacto de silencio que unía no solo a los que habían tenido algo que ver con el crimen, sino también a los que sabían alguna cosa. Los antiguos redactores del diario Ideal de Granada, de donde había partido la denuncia, sabían mucho, pero todavía, tantos años después, se negaban a hablar. Gabriel Pozo, que también trabajó en ese diario, consiguió que le contaran cómo en los primeros momentos Ramón Ruiz Alonso se vanagloriaba de su decisiva participación en el asesinato y esperaba los correspondientes réditos políticos del nuevo régimen. Pero la resonancia del crimen hizo que todo cambiara. Franco, tras enterarse de lo que había ocurrido, impuso la versión oficial: la muerte de García Lorca había sido obra de unos incontrolados en los primeros días confusos de la Guerra Civil.

Tuvieron que ser investigadores venidos de fuera quienes poco a poco irían rompiendo ese pacto de silencio. Félix Grande escribió un exaltado y generosamente disparatado libro, La calumnia, para defender a Luis Rosales de quienes se atrevían a susurrar que algo había tenido que ver con los hechos. Pero, si no había tenido algo que ver, mucho sabía del asunto y durante décadas aceptó la consigna del silencio. Conocíamos esa vergonzante complicidad, lo que no sabíamos es que incluso amenazó de muerte a quien comenzaba a arrojar luz sobre el crimen.

A Lorca lo intentaron matar dos veces. La segunda, ocultando su cadáver, difundiendo piadosas patrañas, intentando pasar página, mirar para otro lado. Hasta su familia dio a veces la impresión de que participaba en esa conjura, en ese no querer saber. Y la sigue dando al poner tantos reparos a que se busquen los restos del poeta para darles, por fin, piadosa sepultura. Parece que entre ellos no hubo, no hay, ninguna Antígona.

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