Notas de diario
El sol cae a plomo sobre las calles de la ciudad, vacía. Fin de semana. La estampida cotidiana durante los días libres del mes de julio. Apoteósis del automóvil y de una idea de celebración: imposible, risible y mayoritaria. Buscamos el rebaño, aún cuando huyamos del rebaño. Gesto patético. Resulta agradable sentirse naúfrago un domingo mientras voy a comprar una barra de pan.
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Esta semana el Parlament de Cataluña vota sobre si seguirán ofreciéndose o no corridas de toros en su comunidad. La reacción de los antiabolicionistas, taurinos o no, parece de desencanto ante la votación, y una probable prohición. Me da la impresión de que han evitado el debate de fondo. No han entrado jamás en las razones de quienes esgrimen los derechos de los animales frente a una ceremonia anacrónica y sangrienta. Han preferido defender su postura desde las referencias culturales, los empleos en juego de una industria más del entretenimiento, la tradición como un cofre de sabiduría intocable, su derecho a la libertad de elegir. Esta última argumentación me parece la más gratuita de todas. Nadie reclama libertad para torturar al prójimo, sea una araña o un conciudadano, sino ignora el sufrimiento que provoca en otro ser vivo. Lo peor de todo esto es que los aficionados a las corridas siguen convencidos de su superioridad moral para ejercer el dominio y condenar a muerte a un animal. Por diversión.
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Palabras para un boceto de un soneto a imitación de Mallarmé: esquivez, estolidez, rigidez, hetiquez; vivaz, solaz, capaz, paz; variz, faz, infeliz; procaz, aprendiz, capataz.
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Nombres de setas. La variedad lingüística como biodiversidad. Macrolepiota rachodês, que en Aragón y en Navarra conocen como 'parasoles', 'palomas' en Cataluña. Coprinus comatus, llamadas comunmente 'boletus' en muchos lugares; que en Cataluña conocen como 'bocet de tinta' y en Euskadi por 'urbeltz'.
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Hace unos años escribimos un guión que se titulaba "Camisetas". Imaginamos un protagonista que abría una tienda de camisetas con mensajes, e imaginamos mensajes que poner en aquellas camisetas. Entonces, la camiseta era, sobre todo, la vestimenta de la fiesta, la informal. Hoy día ya no estoy tan seguro. Me alegra ver la exposición de camisetas de Santi Ochoa en La Tabacalera (calle embajadores 53, madrid). La gente usa el espacio de sus camisetas para hablar con voz propia. En contra de lo imaginado, no toman referencias a lemas clásicos o consignas ideológicas, sino que invierten los mensajes publicitarios; por ejemplo, usan la imagen corporativa para decir lo contrario a lo que predica la marca, en una mezcla kitsch e inesperada. Me encantan las fotos.
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Me encierro en la habitación. Leo una frase subrayada hace años en un relato de Soledad Puértolas: "Las confesiones se hacen al final. Después, ya no queda mucho que decir".
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Hay un momento de la vida del escritor Josep Pla con el que me gusta fantasear. La guerra de España está en pleno apogeo. Pla se traslada de Marsella a Italia a la voz de su mentor, Francesc Cambó. Se unen en el refugio del político de la Lliga y planifican la estrategia a seguir los años venideros. Pla va a Roma. Es allí donde mantiene una tertulia, entre otros, con el cardenal benedictino Anselm Albareda, prefecto de la Biblioteca Vaticana. Pla era conservador pero vagamente religioso, y no es seguro que no detestara la moral católica, aun respetando sus convenciones. Él mismo nos confió que se había enamorado de un paisaje, un árbol, una señorita que pasaba por la calle, como si fuese una comunión, episódica y sentimental, con la vida, vagamente panteista. De su vida privada, pese a las miles de páginas de sus diarios, nos contó poco y nos deja la duda de hasta dónde inventa y qué sucedió realmente. Esta ambiguedad, esta grieta entre realidad y ficción, es consustancial a casi toda la literatura del yo; tanto las memorias, las autobiografías como los diarios. En cambio, los epistolarios suelen leerse como verdades subjetivas sin trampas, salvo que hayan sido tergiversados por terceras manos o mutilados. Las palabras de Pla con el cardenal por las callejuelas romanas, que imagino con el tempo de un relato de Leonardo Sciascia, no verán jamás la luz. Pertenecen al sueño.
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