jueves, noviembre 25, 2010

Libros estrenados. La cultura de la queja

“Nunca nadie ha negado que Segismondo da Malatesta, el señor de Rímini, tuviera un gusto excelente. Contrató al arquitecto más refinado del quattrocento, Leon Battista Alberti, para diseñar un templo en memoria de su esposa; y después buscó al escultor Agostino di Duccio para que lo decorara; y empleó a Piero della Francesca para que lo pintara. Sin embargo, Segismondo era un hombre tan terrible y rapaz, que se le conocía con el apodo de Il Lupo (El Lobo), y fue tan execrado después de su muerte, que la Iglesia católica le consideró (durante un tiempo) como el único hombre, aparte de Judas Iscariote, que estaba oficialmente en el infierno, distinción que consiguió atando con su propio manto a un emisario papal, el obispo de Fano, de quince años de edad, y sodomizándolo públicamente en la plaza mayor de Rímini, en medio del aplauso de sus tropas.

Éste no es el comportamiento que se espera de los directivos de las instituciones culturales americanas. Sabemos, en el fondo de nuestros corazones, que la idea de que la gente se ennoblece moralmente por el contacto con las obras de arte es una mentira piadosa. Algunos coleccionistas son nobles, filantrópicos y educados; otros son unos ceporros que tomarían a Parmigianino por un queso si no fuera porque los muchachos de Christie’s les sacan del error. Los museos han sido sostenidos por algunas de las mejores y más desinteresadas personas de los Estados Unidos, como Duncan Phillips o Paul Mellon; y por algunas de las peores, como el difunto Armand Hammer. No se puede generalizar sobre los efectos morales del arte, porque no parece que los tenga. De lo contrario, la gente que está siempre en contacto con el arte, incluidos todos los conservadores y críticos, serían unos santos. Y no lo somos.”



Robert Hughes, “La cultura de la queja” (traducción de Ramón de España)

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