inventario caprichoso
Se mira en el espejo del ascensor del hotel. El jersey de pico, la barba canosa, la calva reluciente. Decide quitarse las gafas, alisarse el pantalón, ceñirse los calcetines. Sus manos están sudando y un ligero temblor en la muñeca le obliga a guardar el paquetito con el regalo en el bolsillo del abrigo. E imagina qué pensaría Susana, si le viese en este instante, cuando el ascensor llega a la octava planta, las puertas se abren, él comienza a andar por la moqueta del pasillo, se mira fugazmente en un espejo, toca un aparador de madera cruzando los dedos, y se dirige a la habitación 809. Al extender su índice sobre el plástico liso del timbre se da cuenta con alivio de que ya no tiembla. Ahora un nudo se ha formado en su estómago y le muerde la duda de cuánto tardará en abrir la puerta.
Lleva sesenta días esperando una palabra de su contacto en Ceuta. Al atardecer, se acerca al cafetín, cerca del puerto, donde aguarda la palabra convenida. Se sienta en una silla de enea y pide un té. Habla con extraños, y si en una hora no ve a quien busca, vuelve al claro del bosque donde vive en una tienda de campaña. Come raíces, sobras de la basura y la leche en polvo de la Asistencia Social. Sesenta días tardó en recorrer el camino desde su aldea en Nigeria hasta Tetuán. Vio muchas cosas, unas agradables, pero la mayoría no. Vio morir degollada una mujer a las afueras de Yibuti, le robaron en una playa unos senegaleses, se emborrachó en Mauritania y a punto estuvo de morir aplastado por una rueda de camión. En sus ojos brilla una luz metálica, llena de esperanza. Aún no sabe que dentro de dos lunas morirá ahogado en el estrecho de Gibraltar.
Cuando despierta temprano, sobre su cama, tiene los diarios del día, el desayuno servido y el tocador listo para embadurnarse las arrugas. Siete criadas asisten su jornada. Nunca habla por teléfono. Sólo recibe en casa a las amigas íntimas. Su vida social se reduce a dos horas: de 15 a 17. No suele comer en compañía de extraños. París, últimamente, fatiga tanto sus nervios. La rutina se repite escrupulosamente desde hace décadas. Para la mujer más rica del mundo, según la revista Forbes, el dinero no existe: sabe que lo gana y se invierte, pero ni lo ve ni lo toca. Aquella mañana la colcha está revuelta. Ha tenido que coger el teléfono. Su secretario personal le acaba de dar detalles sobre un hombre que para ella, hasta el día de hoy, era un perfecto desconocido más en su agenda: Bernard L. Madoff. Esta mañana se siente ligeramente indispuesta, como si mantuviese el equilibrio encima de una ola de mar.
Bate los huevos para la tortilla. A mediodía se peleó con su compañera de trabajo porque no había hecho la tarea pendiente, y el superior culparía a ambas. No soportaba pensar en la injusticia que suponía que su compañera no fuese consciente del daño que podía hacerle gratuitamente. Es feliz, y como es simpática, cree que no puede llegar a ofender, pensaba para sí. En el automóvil, cerca de Parla, ha visto cómo un aguacero ha tronchado un árbol de cuajo. Las raíces salían de una fosa de tierra, como anémonas. Se ha roto una uña sacando las bolsas de plástico del maletero. Se ha quedado diez minutos encerrada en el ascensor, pero Ramón, un vecino, hablaba desde la escalerilla, lo que ha impedido que le diese un ataque de pánico. Ahora nota que le está subiendo la fiebre. Suena el teléfono, y oye su voz. Ha pensado que no era el mejor momento para decirle que van a tener un hijo.
En algún punto del horizonte, el joven que huye ve una sombra. Sus ojos azules recelan un instante. Un relámpago cae a lo lejos. Apenas se da cuenta de que sangra por un dedo del pie. Ha perdido los botones de la chaqueta de tela y le falta una manga. Va solo. Al principio de la huida, cada cruce de caminos era un pequeño calvario. No comió en tres días. Atravesó la frontera entre Austria y Alemania. Es un prófugo. De sus pupilas a veces caen lágrimas cuando se queda acurrucado, desvelado en medio de la noche. Las siguientes décadas el joven se dedicará al estudio y se entregará a la práctica de la fe. Aún no sabe que unos años más tarde, un diecinueve de abril, se asomará a un balcón en la Plaza de San Pedro de Roma como Jefe de la Cristiandad, y dirá: "Sólo soy un campesino de la viña del señor".
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